martes, 24 de agosto de 2010

El modelo [ ]

Dos grandes bloques de edificios en forma de U, enfrentados el uno al otro. Entre ellos un espacio verde de cuidado césped donde se integran una gran piscina y otra, más pequeña, para los más jóvenes bañistas, sin capacidad aún para nadar por sí mismos. En una esquina del rectángulo entre los u-edificios se despliegan cuatro pistas de paddle y una zona de juegos infantiles para los pequeños habitantes de [ ]. Y lo más importante, la valla de seguridad alrededor de todo el contorno, aislando a la comunidad del resto de la humanidad, y la compañía de seguridad, contratada para conminar a los no invitados a mantenerse en el exterior. La entrada para un habitante externo a [ ] requiere llamar dos veces al telefonillo y, en ocasiones, que el propietario del piso baje en ascensor para permitirnle subir tras haber insertado la llave de seguridad en su cuadro de mandos.
En el subsuelo de [ ], varios pisos de garaje para disponer de al menos dos plazas por vivienda. Ah, y el trastero, que según el agente inmobilario es "¡utilísimo!" y que los noveles propietarios enseñan con fruición a los familiares que inspeccionan la compra, mientras ellos asienten, convencidos de la importancia del oscuro habitáculo para el incipiente desarrollo de la vida familiar.
Como todo lo demás, la propia vida de sus habitantes se mantiene entre paréntesis, entre sus rejas metálicas cubiertas de setos de aligustre. Las relaciones sociales, especialmente las infantiles, se limitan al contacto con los vecinos, creando en su mentalidad un recelo hacia lo externo, lo de fuera.
Exactamente lo que se lleva hoy en día. Los arquitectos y promotores inmobiliarios han plasmado como nadie la nueva realidad social que emerge entre nosotros, a nuestra imagen y semejanza.

viernes, 20 de agosto de 2010

Ángel caído

Nadie pudo entender su reacción. Era un buen muchacho, jovial, alegre y con interés por aprender de todo lo que le rodeaba. Tras ese domingo de agosto, nada volvió a ser igual para él. No se supo la razón exacta de su trastorno que, a la postre, resultaría definitivo.
La realidad es que esa tarde, tras despedirse de su tía Carol y de Fidel, su marido peruano, salió a la calle para dirigirse a la villa en que sus padres pasaban los meses de verano. La villa era un viejo caserón solariego en la que sus padres habían derrochado tiempo y los ahorros de su vida para convertirla en una moderna casa de campo donde pasar sus últimos años de vacaciones. La casa de su tía y la villa estaban separadas por un corto paseo de unos 20 minutos. Era una trocha rural que en verano estaba rodeada de un frondoso bosque de helechos y eucaliptos. Pasear por ella era un verdadero placer, especialmente al amanecer y a última hora de la tarde, a la luz del crepúsculo. Mirando hacia el Oeste desde el punto más alto de la ruta se divisaba el mar y, en el ocaso, era parada obligada para los escasos caminantes, que quedaban hechizados por la puesta de sol. Los días en que soplaba el mistral, la maravillosa vista quedaba consagrada por el crepitar enfurecido de la espesura. Él aprovechaba este acicate para visitar a Carol con mayor frecuencia de lo que hubiera sido normal en una relación como la suya, cordial y a la vez distante. Salía de la villa a media tarde y volvía casi entrada la noche, muchas veces cargado con un talego de tortas de manteca que ella solía comprar en el mercado de la aldea para sus padres.
Pero esa tarde sucedió algo diferente. Tras el paso del mirador del mar, empezó a notar escalofríos. Se sentía observado, pero no era capaz de avistar a nadie a su alrededor. Esto le hizo forzar la marcha para tratar de alcanzar lo antes posible su destino. Caminaba rápido y el sudor le empezaba a recorrer la frente mientras el miedo le hacía palidecer. De repente, sintió un leve desfallecimiento que le obligó a parar un instante. Cerró los ojos para tratar de recobrar la consciencia y en el fondo negro de la mirada, cegada por los párpados, apareció una cara. Era una rostro de rasgos angelicales y piel blanca. El pelo era rubio y ensortijado. El gesto, inicialmente sugería una actitud timorata, mirando hacia abajo, sin prestar aparente atención hacia él. 
Tras unos instantes eternos, la cara fue levantándose, mostrándole sus delicados pómulos y las suaves curvas de sus cejas sobre los ojos levemente cerrados. Una vez descubierto el rostro por completo, el rostro abrió los ojos y en ese momento él sintió el frío del pánico inoculado en su médula espinal. Los ojos amarillentos, inyectados en sangre, le miraban fijamente, con una profundidad para él desconocida, con un aire desafiante. Tras dos segundos de terror, abrió los ojos y volvió a ver la senda que le dirigía a la villa. Con un paso lento y rígido inició la marcha. Su mirada, perdida. El habla, para siempre también...

jueves, 12 de agosto de 2010

Éxito

Me resulta escandaloso la frecuencia y arbitrariedad con la que se utiliza la palabra éxito. En mi ingenua ignorancia, pensaba que el éxito era el resultado de aplicar la excelencia, el trabajo y la calidad en la realización de una determinada actividad cumpliendo un objetivo de forma brillante. Dada la situación, me decidí a consultar el diccionario, quedando asombrado una vez más por mi escaso dominio del vocabulario. Así, la RAE define en su diccionario el éxito de la siguiente forma:

éxito. (Del lat. exĭtus, salida).
1. m. Resultado feliz de un negocio, actuación, etc.
2. m. Buena aceptación que tiene alguien o algo.
3. m. p. us. Fin o terminación de un negocio o asunto.

Es decir, el éxito se refiere esencialmente al resultado de la actividad o a la popularidad social adquirida por lo realizado. Por lo tanto, he de reconocer mi error ya que, contrariamente a lo que pensaba, su uso es en general correcto.
Sin embargo, este descubrimiento me hace porfiar aún más en el desprecio que me produce la repercusión que el éxito ha adquirido entre nosotros. El éxito es perseguido como la leyenda de El Dorado lo fue para los antiguos conquistadores. La consecuencia de su persecución es que todo se enfoca hacia los resultados y, ésto, en su degradación más extrema, conlleva aceptar aquello de que el fin justifica los medios. No es de extrañar por lo tanto la degeneración moral de los programas de los medios de comunicación o, sin ir más lejos, la de las empresas, lobbys o del sistema financiero mundial. El fondo del problema es el mismo, los atajos para una búsqueda rápida del éxito.
Sólo cuando el éxito es la consecuencia de nuestro comportamiento, y no un fin en sí mismo, es cuando éste adquiere algún valor, si es que lo tiene. Pero en su significado no se incluye nada de esto, por lo que, una vez más, manifiesto mi menosprecio más absoluto por el éxito.

lunes, 2 de agosto de 2010

Un melón de copiloto

A ojos de los demás, nunca supo ser cariñoso. Su recio talante tiraba para atrás hasta al más osado. Detestaba el halago fácil, la verborrea, la vana predicación. No podía soportar los sermones y menos aún los discursos pedantes de los sabihondos aduladores que se le acercaban con ánimo de acariciarle el lomo. Ahí, su reacción era rápida, feroz e irreverente. No dejaba lugar a la duda. Salían escopetados y no regresaban más por sus alrededores.
Le vi ahuyentar a las chismosas visitas con mano dura e implacable. Nadie, mientras él existiera, podría interrumpir jamás la paz y las costumbres de su hogar. Su actitud, profundamente agresiva en casos como éste, contrastaba con su obsesión por la educación y el señorío. En su casa, las groserías podían ser castigadas tan duramente como la peor de las canalladas.
Las palabras que mejor lo definían eran la rectitud y la justicia. Siempre pensé que hubiera sido un magnífico juez. Distinguía perfectamente entre el error y la fechoría premeditada. Jamás castigó a nadie que hubiera reconocido su error. Por el contrario, ante una falta malintencionada era fiero y mordaz.
Algunos de los que le rodearon, los menos, entendieron pronto su forma de entregar el cariño y se conmovieron porque comprobaron que era de verdad. Yo diría crudamente verdadera, sin aliños ni aderezos, de una forma salvaje. Ellos se sintieron afortunados porque disfrutaron de un ser peculiar, raro y sobresaliente.

lunes, 26 de julio de 2010

A-Z

Nada le importaba demasiado. Le costaba enfadarse, alegrarse, perder los estribos. Su ilusión permanecía intacta, pero de forma velada, sin dejar entrever el entusiasmo que le suscitaba su orbe. A su juicio, las cosas importaban poco gracias a su valor real, no porque quisiera despreciarlas deliberadamente. Eso le tranquilizaba: pocas cosas iban a ensombrecer las luces encendidas que formaban su pequeño universo. Éste lo formaban el grupo de todas aquellas personas, ideas, realidades que le conmovían. Nada de todo aquello que le resultaba accesorio y que, por otra parte, era la mayor parte del mundo exterior, casi todo lo que le rodeaba, le podía distraer. Por el contrario, subordinar su existencia a ese pequeño cosmos hacía que su vida pendiera de un hilo demasiado fino. Cualquier violento cambio en aquél, podría desembocar en un colapso absoluto, su devastación. - Eso es la vida, ni más ni menos, pensaba mientras sentía el vértigo del peligro cierto.
En cierto modo, no experimentar ese vértigo era peor que morir, porque significaba no asignar valor a perder su pequeño tesoro o, lo que es peor aún, no tenerlo.
El anonimato era su fiel aliado. El compañero de trayecto ideal para aquel cuyo único objetivo era desdeñar la periferia, lo insustancial. Él odiaba el adorno de forma compulsiva, lo consideraba el culpable de distraer la atención hacia lo frívolo y estúpido. Tanto era así, que soñaba en ocasiones con un mar de ceniceros de cristal, figuritas de porcelana, jarroncitos de cerámica y demás inmundicias siendo arrojado a una gran trituradora como paso previo a su definitiva incineración.
El equilibrio, la armonía, la estructura de su mundo se cimentaba en grandes pilares. Desnudos, robustos en apariencia, si bien muy frágiles en la realidad, ya que pertencían al mundo de los vivos. Sobre ellos descansaba él, con un sueño placentero, hipnotizado por todo aquello que le mantenía a flote.

martes, 13 de julio de 2010

¿?

¿Por qué hemos de asumir que todos somos iguales?
¿Por qué se puede estar orgulloso de haber nacido en una parte del mundo, cuando únicamente se debe al azar?
¿Por qué el hecho de haber nacido en unas cordenadas te condenan de por vida a tenerlo todo o, por el contrario, a no tener nada?
¿Por qué aquellos que se resisten a conformarse con esto son denominados inmigrantes ilegales o terroristas?
¿Por qué se mantienen relaciones fraternales con paises que permiten la tortura y menoscaban los derechos humanos únicamente por intereses económicos?
¿Por qué los ultracivilizados paises europeos venden armas?
¿Por qué los creyentes se deprimen ante la llegada de su salvación eterna?
¿Por qué existen curas en el ejército? ¿y por qué pueden llegar a tener jerarquía (y sueldos) de oficiales?
¿Por qué la simbología y los iconos de la iglesia se construyen de oro y piedras preciosas?
¿Por qué las reporteras de la televisión están tan buenas? ¿será quizá por su mayor preparación frente a las gordas, barbudas o gafotas?
¿Por qué los mejores libros se basan en tragedias y dramas humanos?
¿Por qué los mejores escritores y pensadores son mayoritariamente pesimistas y reniegan de su entorno?
¿Por qué los mismos que fomentan la competitividad entre los miembros de la sociedad predican la generosidad y la filantropía?
¿Por qué hay que ser demócrata?
¿Por qué la igualdad de derechos coexiste con la monarquía?
¿Quién garantiza que el hijo de un rey no sea un imbécil o un sanguinario?
¿Por qué hemos de inclinarnos ante Doña Letizia tras su boda con Don Felipe?
¿Por qué los familiares políticos de los monarcas acceden a puestos de consejero delegado de grandes compañías al día siguiente de la boda?
¿Por qué nos cuesta tan poco limpiar las inmundicias a nuestros hijos y tanto a nuestros ancianos padres?
¿Por qué las jóvenes modelos se casan con ricos septuagenarios?
¿Por qué los mayores defensores de la iglesia son las clases altas de la sociedad? ¿será quizá como pago por predicar la mansedumbre y el conformismo?

jueves, 1 de julio de 2010

El guardamuebles

La visita a un asilo, especialmente cuando ésta se realiza como espectador, debería realizarse en algún momento de nuestra vida. Conocer la invariable rutina del día a día, observar las caras de sus habitantes, oler el hedor de sus salas, escuchar los murmullos y los insensatos gritos que súbitamente alteran su silencio, resultan experiencias sobrecogedoras. Por la mañana se dasayuna temprano. Después se pasa a la sala de estar, a la espera de la hora de comer. Tras la comida, a la sala de estar, a la espera de la merienda y, tras la merienda, la espera hasta la noche, en que los vejestorios se desplazan a sus habitaciones a dormir hasta la mañana siguiente. En definitiva, una vida a la espera de que llegue la muerte, que es la única vía de terminar con esa tortura humana.
La vida y la importancia del individuo están íntimamente relacionadas y, pese a lo que predican las consignas oficiales, la vida de los viejos no vale nada. Y esto es así no por una ausencia de su valor intrínseco sino por las denigrantes condiciones en las que se desenvuelve y la falta de dignidad que la rodea. Si esta valoración se realiza desde el punto de vista económico, el planteamiento resulta opuesto, ya que resulta sorprendente lo que las familias están dispuestas a desembolsar para desembarazarse de la molestia que ocasiona un viejo. Por lo tanto, el valor de su vida lo podemos medir de una forma sencilla relacionando los ingresos familiares y los costes del guardamuebles.
Básicamente, la situación es que los viejos nos molestan, pero no tanto para que deseemos su muerte o que seamos capaces de facilitársela. Aceptamos que sufran la soledad y la falta de dignidad de su nueva situación penitenciaria pero no les permitiremos jamás que acaben con su vida. Así, nos quedamos todos mucho más tranquilos sobre nuestra conducta, ya que estamos dispuestos a desembolsar lo que sea necesario para resolver la papeleta, a cambio de una embarazosa visita trimestral para comentar con él o ella lo contento que debe estar por estar tan bien tratado por los serviciales asistentes sociales, y todo ello sin que se nos caiga la cara de vergüenza. Enhorabuena a todos.

Incorrección

Reinvindico el rencor. Me niego a aceptar su desprestigio. No sólo es un sentimiento humano sino que además es una defensa natural que resulta útil y necesaria. La tradición judeo cristiana nos alecciona en su contra. Nos inculca la cultura de la mansedumbre y el perdón. Establece que las personas rencorosas sufren por este motivo. Esta argumentación resulta falsa y del todo hipócrita. Conozco los sentimientos de muchos de los que predican la reconciliación y el perdón y, por sus actos, es fácilmente comprobable que no actúan en consecuencia.
La clave, en mi opinión, está en la templanza y mesura a la hora de enjuiciar el comportamiento de los demás. La realidad es que, simplemente, en la mayor parte de los casos, no existe justificación para tener rencor a nadie. Basta con tener la suficiente humildad para reconocer que las personas nos equivocamos en nuestros actos y eso puede tener consecuencias para los que nos rodean. Ello, una vez asumido, ni resulta extraño ni puede ser objeto de reacción por nuestra parte. Pero, dejando a un lado este tipo de cuestiones, existen conductas abyectas, detestables per se por su origen y voluntariedad, que no pueden ni deben ser perdonadas. No nos pueden convencer de que lo que sentimos de forma natural como respuesta a determinados actos injustificables venga de la maldad innata de nosotros mismos, en la medida de que somos seres humanos que han cometido esa entelequia indescifrable que se llama pecado original (o algo así) y por la que tenemos el alma manchada ya desde bebés. Sólo faltaría eso.

sábado, 15 de mayo de 2010

La 60 para G

Hoy escuché One mientras corría por el parque y me sirvió para recordar que hacía demasiado que no hablaba contigo. He agradecido el camuflaje del sudor en la cara. No te olvido, amigo.

lunes, 10 de mayo de 2010

El parque

1980.
Unas carreras escalera abajo, en la mano izquierda un bocadillo de media barra con un exiguo relleno de chorizo de pamplona. En la derecha, un balón de cuero gastado. Una sonrisa de oreja a oreja y un grupo de amigos con pantalones cortos para empezar el juego. El terreno de juego es un solar de arena endurecida y piedras, con algún cascote de cristal y envases de plástico esparcidos que formarán los postes de las porterías, una vez agrupados en el sitio adecuado. Los amigos esperan impacientes la llegada del balón para iniciar el encuentro mientras apuran el pico del pan. El calzado es variopinto: algunas zapatillas, muchos zapatos de suela dura y mayoría de calcetines blancos subidos hasta la rodilla. Hay risas, competencia, complicidad, lágrimas, insultos, reconciliaciones, abrazos, empujones, en definitiva: amistad. El partido acaba como siempre, unos ganan, otros no, las rodillas desolladas, las camisas empapadas y, tras alguna que otra pelea, la vuelta a casa, con el resuello suficiente para subir corriendo de tres en tres los escalones y plantarse en la puerta para llamar al timbre.
2010.
El estadio de los partidos inolvidables, el viejo solar, se ha convertido en un lujoso parque infantil. En el parque, cuidadosamente equipado con juguetes homologados con severos controles de calidad para garantizar la seguridad de los pequeños, los padres acompañan a sus hijos mientras éstos les exigen despóticamente su atención para compartir sus juegos. Los padres, con una resignación casi superior a su aburrimiento, hacen caso sin pestañear mientras vigilan que nadie se acerque a sus pequeños tesoros. Las pequeñas joyitas detestan bajar al parque tanto como sus padres porque nada les entretiene más que su consola de videojuegos y el aburrimiento de los mayores les contagia rápidamente. Surge una disputa por utilizar uno de los columpios con el niño al que acompaña el padre calvo con gafas. No hay problema. La solución ejemplarizante de los adultos se materializa en un amistoso y diplomático arreglo entre padres ("hay que compartir Lucas..., ¿no ves que este niño es pequeño y lleva tiempo esperando para subir?") bajo la infantil mirada de asco entre los pequeños tiranos. De vuelta a casa, todo ha ido bien, objetivo cumplido: "los peques" se han socializado y han aprendido a compartir las atracciones del parque con los demás niños. Además ninguno ha sido secuestrado por ningún desaprensivo, ni ha sido perdido de vista por el padre en ningún instante.
¿2040?

domingo, 2 de mayo de 2010

Fin

En ocasiones me pregunto por los pensamientos y las sensaciones que se experimentan cuando uno se encuentra en la situación agonizante que precede a su muerte. ¿Se impondrá el miedo, o por el contrario se mantendrá la calma, el sosiego?, ¿se repasarán los años vividos con la confianza de encontrarles sentido?, ¿se sentirá uno orgulloso de la prosperidad alcanzada a lo largo de su vida?, ¿se añorará cada uno de los momentos perdidos?
Probablemente, la debilidad, el trastorno propio del delirio final, la enfermedad o el dolor jueguen a favor de la conciencia en este caso y limiten en mayor o menor medida la sensación de vacío, de desesperación ante la asunción del tremendo error de concepto en el que se ha desarrollado su existencia.
Los más afortunados recordarán el desprecio en forma de ausencias hacia aquellos que le rodean en su lecho de muerte pagado con un miserable puñado de euros. Los menos, simplemente entenderán la razón del abandono con que éstos le han correspondido en sus últimos años. Sin embargo, lo que no me cabe duda es que ninguno alardeará de su todo terreno o del saldo de la cuenta corriente.
Los más cobardes se arrepentirán de los desprecios realizados a su dios, pidiendo desconsoladamente perdón por toda una vida de premeditada separación (¿será una casualidad que los templos estén llenos de septuagenarios cabizbajos?) Los más consecuentes se aferrarán a su dios o a su valentía por reconocer su desconocimiento y, simplemente, asumirlo con naturalidad.
Las situaciones límite retratan a quien las vive. Nuestro mundo no está preparado para conversar sobre la muerte. No queremos admitirla, nos repugna asumirla, pero el miedo hacia ella desarrolla, de forma tardía y lastimosa, nuestra inquietud por unas creencias que al menos nos sirven para engañarnos a nosotros mismos con una esperanza final.

lunes, 19 de abril de 2010

Admirados despreciadores


Admiro a todos los que desprecian el éxito. A aquellos que se niegan a recibir premios, a entrar en la dinámica facilona de ser cómplice, por lo tanto, de los leitmotiv recurrentes de la tragicomedia circense de cada día.
Grigori Perelman, Coetzee, Salinger, Thomas Bernard, Van Morrison son, en cada una de sus disciplinas, auténticos ejemplos de que el triunfo personal no tiene que depender necesariamente del número de portadas o los minutos de televisión concedidos a los medios de propaganda (me permito liberar de tan bajo perfil a la palabra "comunicación"). A ninguno de estos admirables talentos les resulta necesario manifestarse de forma políticamente correcta, forzar una cínica sonrisa mientras recogen un mísero talón de las manos del político que aprovechará el momento para hacerse publicidad a su costa, ni utilizar prostituidas palabras como "progreso", "sostenible", "ecológico" o "democrático". Se lo pueden permitir, y a fe que lo hacen.
El último caso, sobresaliente por el mérito que le acompaña, es el del genio ruso de la matemática, Grigori Perelman. Tras su demostración de la conjetura de Poincaré, uno de los siete problemas matemáticos del mileno, fue premiado con la medalla fields, el galardón más importante para un matemático, que se negó a recibir en el congreso internacional de matemáticos, al que, como es natural, también se negó a asistir.
Posteriormente el instituto de matemáticas clay (escribo con minúsculas todas estas instituciones en honor a Perelman) le declaró "apto" para recibir el premio, económicamente jugoso, por resolver uno de los problemas del milenio. Resulta grotesco que un jurado compuesto de aprendices en comparación con Perelman se permita calificar a semejante personaje como "apto".
Actuando en coherencia con lo anterior se volvió a negar a recibirlo y declaró: No quiero estar en exposición como un animal en el zoológico. No soy un héroe de las matemáticas. Ni siquiera soy tan exitoso. Por eso no quiero que todo el mundo me esté mirando.

domingo, 7 de marzo de 2010

Regalos y felicitaciones

Hace unos días sufrí en mi propias carnes el ceremonial de la celebración de cumpleaños. Alguno podría pensar que cumplir años molesta a partir de cierta edad pero lo cierto es que, a estas alturas de la película, no es este el caso. Repasemos la trasnochada liturgia.

Las (odiosas) felicitaciones telefónicas.

"Hola R., Felicidades, ¿qué tal?" y se callan. -"Bien". -"¿Qué tal todo? ¿Lo estáis pasando bien?" - y uno piensa -lo pasaría mejor si colgaras de una puta vez y me dejaras disfrutar con mi familia de un rato de tranquilidad. "Bueno, que pases un buen día y a ver si nos vemos"- "Muchas gracias, X." Y así hasta 20 llamadas en un día. Qué horror. Sobre todo eso de "a ver si nos vemos". Pero ¿qué es eso de "a ver si nos vemos"? ¿A quién tratas de engañar, señor@ X.? Si tienes ganas de que nos veamos descuelgas el teléfono y nos citamos para ir a cenar, o al cine, el dia D., a la hora H., en el sitio S.

Los SMS

Los utilizan aquellos que no se sienten obligados a llamar, porque les importas más bien poco, o aquellos que siendo buenos amigos, conocen mi odio por las felicitaciones. ¡Bendito sea el SMS de cumpleaños! Por Dios, si alguien lee este texto que tome nota ¡Cuántas conversaciones de besugo consigue ahorrar a la humanidad!

Los regalos

Los que te quieren regalar algo porque quieren tener un detalle, lo hacen pase lo que pase. Me parece estupendo. Por el contrario están aquellos que utilizan el regalo como la moneda de cambio de la merienda o celebración de turno. Si no les invitas, adiós regalo. ¡Qué sandez! o mejor, ¡qué asco! Al cinismo del que regala como forma de pagar su menú de la celebración se une su desgana por tener que pasar la tarde anterior comiéndose la cabeza sobre aquello que puede gustarte sin gastarse demasiado. Moraleja: no celebrarlo. Es la mejor forma de separar el grano de la paja.

En fin, miremos el lado positivo del asunto: Sólo pasa una vez al año.

jueves, 18 de febrero de 2010

Ataque de simpatía

Eran más de dos años ya en la vetusta facultad. Durante ese tiempo percibía las miradas desconfiadas de los ancianos próceres que le veían como una alteración en su distinguida paz. Ni un solo acercamiento, ni una muestra de curiosidad, ni siquiera un intento de saciar su insana desazón ante la perturbación del enfermizo entorno en el que vegetan.
Resultaba difícil de comprender para él, pero su intención era mantenerse al margen de todo tipo de distracciones. Su afán por el estudio y la comodidad del anonimato le hicieron adaptarse a la situación en pocos meses. Los días discurrían con lentitud, en la monotonía de su despacho, únicamente visitado por las limpiadoras de bata blanca que con un lacónico saludo descargaban en cinco segundos los residuos de la papelera.
Aquél día de noviembre, en su trayecto de media mañana hacia la cafetería, caminaba ensimismado en el pensamiento acerca de nuevos métodos a aplicar en el estudio. El método analítico, los métodos basados en sistemas complejos, la estadísitica... se debía decidir por uno de ellos cuanto antes. Su paso, tranquilo. Seguía enfrascado en sus dudas.
Sin embargo, en ese momento, percibió algo no habitual, que lo desconcertó por un momento. Un viejo profesor, con gafas negras y un elegante bastón de madera, se acercaba lentamente siguiendo una trayectoria que indefectiblemente le llevaría hasta él. Podría ser una simple casualidad pero su instinto le decía lo contrario a lo que cabría esperar de su reciente experiencia. La intención de ese hombre era abordarle en unos pocos segundos.
Mientras se acercaba, se aclaraban más sus rasgos fosilizados. Piel descolgada cubierta de grandes pecas ocres propias de su avanzada edad. Pelo peinado hacia atrás, más bien largo y ligeramente engominado. En el cuello, un pañuelo oscuro de lunares. Al aproximarse hacia él, su brazo estirado y una leve sonrisa sugiere su intención de darle la mano y entablar una conversación distendida.
-Hola, ¿cómo estas? Te veo muchos días y me preguntaba qué es de tu vida...
-Pues mira, estoy en el departamento de ciencias, tratando de acabar la tesis y de publicar lo máximo posible para buscar una plaza en la facultad...
- ¡Genial, genial! me alegro mucho de que venga por aquí gente nueva como tú... Oye por cierto, ¿sabes que me presento a director de la facultad, verdad? A ver si cambiamos esto entre todos, ¿no crees?
De inmediato, el joven sonríe irónicamente y, de forma precipitada, le desea la mejor de las suertes, derrochando un cinismo aún superior al de su osado asaltante. Mientras se aleja, busca un sitio donde pensar acerca de su primera amistad en la facultad en estos dos años. Mientras apura la taza de café, piensa en el profundo asco que le provoca. El desprecio le hace torcer el gesto durante un par de segundos. Se da media vuelta y se encamina lentamente hacia su despacho. Finalmente optará por los sistemas complejos, no cree que el método analítico le vaya a ayudar a interpretar los resultados.