martes, 24 de agosto de 2010

El modelo [ ]

Dos grandes bloques de edificios en forma de U, enfrentados el uno al otro. Entre ellos un espacio verde de cuidado césped donde se integran una gran piscina y otra, más pequeña, para los más jóvenes bañistas, sin capacidad aún para nadar por sí mismos. En una esquina del rectángulo entre los u-edificios se despliegan cuatro pistas de paddle y una zona de juegos infantiles para los pequeños habitantes de [ ]. Y lo más importante, la valla de seguridad alrededor de todo el contorno, aislando a la comunidad del resto de la humanidad, y la compañía de seguridad, contratada para conminar a los no invitados a mantenerse en el exterior. La entrada para un habitante externo a [ ] requiere llamar dos veces al telefonillo y, en ocasiones, que el propietario del piso baje en ascensor para permitirnle subir tras haber insertado la llave de seguridad en su cuadro de mandos.
En el subsuelo de [ ], varios pisos de garaje para disponer de al menos dos plazas por vivienda. Ah, y el trastero, que según el agente inmobilario es "¡utilísimo!" y que los noveles propietarios enseñan con fruición a los familiares que inspeccionan la compra, mientras ellos asienten, convencidos de la importancia del oscuro habitáculo para el incipiente desarrollo de la vida familiar.
Como todo lo demás, la propia vida de sus habitantes se mantiene entre paréntesis, entre sus rejas metálicas cubiertas de setos de aligustre. Las relaciones sociales, especialmente las infantiles, se limitan al contacto con los vecinos, creando en su mentalidad un recelo hacia lo externo, lo de fuera.
Exactamente lo que se lleva hoy en día. Los arquitectos y promotores inmobiliarios han plasmado como nadie la nueva realidad social que emerge entre nosotros, a nuestra imagen y semejanza.

viernes, 20 de agosto de 2010

Ángel caído

Nadie pudo entender su reacción. Era un buen muchacho, jovial, alegre y con interés por aprender de todo lo que le rodeaba. Tras ese domingo de agosto, nada volvió a ser igual para él. No se supo la razón exacta de su trastorno que, a la postre, resultaría definitivo.
La realidad es que esa tarde, tras despedirse de su tía Carol y de Fidel, su marido peruano, salió a la calle para dirigirse a la villa en que sus padres pasaban los meses de verano. La villa era un viejo caserón solariego en la que sus padres habían derrochado tiempo y los ahorros de su vida para convertirla en una moderna casa de campo donde pasar sus últimos años de vacaciones. La casa de su tía y la villa estaban separadas por un corto paseo de unos 20 minutos. Era una trocha rural que en verano estaba rodeada de un frondoso bosque de helechos y eucaliptos. Pasear por ella era un verdadero placer, especialmente al amanecer y a última hora de la tarde, a la luz del crepúsculo. Mirando hacia el Oeste desde el punto más alto de la ruta se divisaba el mar y, en el ocaso, era parada obligada para los escasos caminantes, que quedaban hechizados por la puesta de sol. Los días en que soplaba el mistral, la maravillosa vista quedaba consagrada por el crepitar enfurecido de la espesura. Él aprovechaba este acicate para visitar a Carol con mayor frecuencia de lo que hubiera sido normal en una relación como la suya, cordial y a la vez distante. Salía de la villa a media tarde y volvía casi entrada la noche, muchas veces cargado con un talego de tortas de manteca que ella solía comprar en el mercado de la aldea para sus padres.
Pero esa tarde sucedió algo diferente. Tras el paso del mirador del mar, empezó a notar escalofríos. Se sentía observado, pero no era capaz de avistar a nadie a su alrededor. Esto le hizo forzar la marcha para tratar de alcanzar lo antes posible su destino. Caminaba rápido y el sudor le empezaba a recorrer la frente mientras el miedo le hacía palidecer. De repente, sintió un leve desfallecimiento que le obligó a parar un instante. Cerró los ojos para tratar de recobrar la consciencia y en el fondo negro de la mirada, cegada por los párpados, apareció una cara. Era una rostro de rasgos angelicales y piel blanca. El pelo era rubio y ensortijado. El gesto, inicialmente sugería una actitud timorata, mirando hacia abajo, sin prestar aparente atención hacia él. 
Tras unos instantes eternos, la cara fue levantándose, mostrándole sus delicados pómulos y las suaves curvas de sus cejas sobre los ojos levemente cerrados. Una vez descubierto el rostro por completo, el rostro abrió los ojos y en ese momento él sintió el frío del pánico inoculado en su médula espinal. Los ojos amarillentos, inyectados en sangre, le miraban fijamente, con una profundidad para él desconocida, con un aire desafiante. Tras dos segundos de terror, abrió los ojos y volvió a ver la senda que le dirigía a la villa. Con un paso lento y rígido inició la marcha. Su mirada, perdida. El habla, para siempre también...

jueves, 12 de agosto de 2010

Éxito

Me resulta escandaloso la frecuencia y arbitrariedad con la que se utiliza la palabra éxito. En mi ingenua ignorancia, pensaba que el éxito era el resultado de aplicar la excelencia, el trabajo y la calidad en la realización de una determinada actividad cumpliendo un objetivo de forma brillante. Dada la situación, me decidí a consultar el diccionario, quedando asombrado una vez más por mi escaso dominio del vocabulario. Así, la RAE define en su diccionario el éxito de la siguiente forma:

éxito. (Del lat. exĭtus, salida).
1. m. Resultado feliz de un negocio, actuación, etc.
2. m. Buena aceptación que tiene alguien o algo.
3. m. p. us. Fin o terminación de un negocio o asunto.

Es decir, el éxito se refiere esencialmente al resultado de la actividad o a la popularidad social adquirida por lo realizado. Por lo tanto, he de reconocer mi error ya que, contrariamente a lo que pensaba, su uso es en general correcto.
Sin embargo, este descubrimiento me hace porfiar aún más en el desprecio que me produce la repercusión que el éxito ha adquirido entre nosotros. El éxito es perseguido como la leyenda de El Dorado lo fue para los antiguos conquistadores. La consecuencia de su persecución es que todo se enfoca hacia los resultados y, ésto, en su degradación más extrema, conlleva aceptar aquello de que el fin justifica los medios. No es de extrañar por lo tanto la degeneración moral de los programas de los medios de comunicación o, sin ir más lejos, la de las empresas, lobbys o del sistema financiero mundial. El fondo del problema es el mismo, los atajos para una búsqueda rápida del éxito.
Sólo cuando el éxito es la consecuencia de nuestro comportamiento, y no un fin en sí mismo, es cuando éste adquiere algún valor, si es que lo tiene. Pero en su significado no se incluye nada de esto, por lo que, una vez más, manifiesto mi menosprecio más absoluto por el éxito.

lunes, 2 de agosto de 2010

Un melón de copiloto

A ojos de los demás, nunca supo ser cariñoso. Su recio talante tiraba para atrás hasta al más osado. Detestaba el halago fácil, la verborrea, la vana predicación. No podía soportar los sermones y menos aún los discursos pedantes de los sabihondos aduladores que se le acercaban con ánimo de acariciarle el lomo. Ahí, su reacción era rápida, feroz e irreverente. No dejaba lugar a la duda. Salían escopetados y no regresaban más por sus alrededores.
Le vi ahuyentar a las chismosas visitas con mano dura e implacable. Nadie, mientras él existiera, podría interrumpir jamás la paz y las costumbres de su hogar. Su actitud, profundamente agresiva en casos como éste, contrastaba con su obsesión por la educación y el señorío. En su casa, las groserías podían ser castigadas tan duramente como la peor de las canalladas.
Las palabras que mejor lo definían eran la rectitud y la justicia. Siempre pensé que hubiera sido un magnífico juez. Distinguía perfectamente entre el error y la fechoría premeditada. Jamás castigó a nadie que hubiera reconocido su error. Por el contrario, ante una falta malintencionada era fiero y mordaz.
Algunos de los que le rodearon, los menos, entendieron pronto su forma de entregar el cariño y se conmovieron porque comprobaron que era de verdad. Yo diría crudamente verdadera, sin aliños ni aderezos, de una forma salvaje. Ellos se sintieron afortunados porque disfrutaron de un ser peculiar, raro y sobresaliente.