domingo, 20 de mayo de 2012

Tragar, o no tragar: esa es la cuestión.

Las inercias irracionales provocadas por la sociedad, la tradición, la religión o el acerbo cultural me cabrean. La razón es doble: por un lado me irrita obrar contra mi propia conciencia y, por otro, me pesa actuar como un borrego más.
Vivimos atemorizados ante cualquier posible manipulación de la conciencia de nuestros hijos: internet, las amistades, los medios de comunicación, entre otras; y, sin embargo, los mandamos, de forma prematura, y sin ningún pudor, a la arena del circo romano que la Iglesia ha montado para influir en las ideas de unos niños que no están todavía formados para comprender lo que se les está ofreciendo. Me consta que no entienden nada: yo tampoco lo entendí cuando pasé por ello, pero la recompensa es tal, que ni se les ocurre poner un solo reparo a la efemérides. Videoconsolas, tablets, portátiles, bicicletas, dinero, ipods, relojes, constituyen un botín demasiado valioso como para renunciar a algunas pequeñas incomodidades como son la catequesis de preparación, o la confesión de no se sabe qué, a un señor que les va a perdonar en nombre de algo que llaman Dios y que es muy bueno. De esta forma, desorientados, pero atraídos por la gratificación, a diario, durante las semanas previas, cuentan las horas que les separan del feliz acontecimiento.
Capítulo aparte merece la pompa que rodea al acontecimiento: trajes de marinerito, chaquetas con corbata, casacas de estilo militar y opíparos banquetes aderezan el rancio espectáculo para regocijo de abuelos, tíos y amigos. La pregunta que cabría hacerme es sencilla: eres su padre,  nadie te obliga, ¿por qué lo permites entonces? La respuesta, como en tantas otras ocasiones, no lo es tanto: el afán por no herir a aquellos a los que quieres pesa demasiado, quedando la coherencia personal aplastada por completo... una vez más.