sábado, 15 de mayo de 2010

La 60 para G

Hoy escuché One mientras corría por el parque y me sirvió para recordar que hacía demasiado que no hablaba contigo. He agradecido el camuflaje del sudor en la cara. No te olvido, amigo.

lunes, 10 de mayo de 2010

El parque

1980.
Unas carreras escalera abajo, en la mano izquierda un bocadillo de media barra con un exiguo relleno de chorizo de pamplona. En la derecha, un balón de cuero gastado. Una sonrisa de oreja a oreja y un grupo de amigos con pantalones cortos para empezar el juego. El terreno de juego es un solar de arena endurecida y piedras, con algún cascote de cristal y envases de plástico esparcidos que formarán los postes de las porterías, una vez agrupados en el sitio adecuado. Los amigos esperan impacientes la llegada del balón para iniciar el encuentro mientras apuran el pico del pan. El calzado es variopinto: algunas zapatillas, muchos zapatos de suela dura y mayoría de calcetines blancos subidos hasta la rodilla. Hay risas, competencia, complicidad, lágrimas, insultos, reconciliaciones, abrazos, empujones, en definitiva: amistad. El partido acaba como siempre, unos ganan, otros no, las rodillas desolladas, las camisas empapadas y, tras alguna que otra pelea, la vuelta a casa, con el resuello suficiente para subir corriendo de tres en tres los escalones y plantarse en la puerta para llamar al timbre.
2010.
El estadio de los partidos inolvidables, el viejo solar, se ha convertido en un lujoso parque infantil. En el parque, cuidadosamente equipado con juguetes homologados con severos controles de calidad para garantizar la seguridad de los pequeños, los padres acompañan a sus hijos mientras éstos les exigen despóticamente su atención para compartir sus juegos. Los padres, con una resignación casi superior a su aburrimiento, hacen caso sin pestañear mientras vigilan que nadie se acerque a sus pequeños tesoros. Las pequeñas joyitas detestan bajar al parque tanto como sus padres porque nada les entretiene más que su consola de videojuegos y el aburrimiento de los mayores les contagia rápidamente. Surge una disputa por utilizar uno de los columpios con el niño al que acompaña el padre calvo con gafas. No hay problema. La solución ejemplarizante de los adultos se materializa en un amistoso y diplomático arreglo entre padres ("hay que compartir Lucas..., ¿no ves que este niño es pequeño y lleva tiempo esperando para subir?") bajo la infantil mirada de asco entre los pequeños tiranos. De vuelta a casa, todo ha ido bien, objetivo cumplido: "los peques" se han socializado y han aprendido a compartir las atracciones del parque con los demás niños. Además ninguno ha sido secuestrado por ningún desaprensivo, ni ha sido perdido de vista por el padre en ningún instante.
¿2040?

domingo, 2 de mayo de 2010

Fin

En ocasiones me pregunto por los pensamientos y las sensaciones que se experimentan cuando uno se encuentra en la situación agonizante que precede a su muerte. ¿Se impondrá el miedo, o por el contrario se mantendrá la calma, el sosiego?, ¿se repasarán los años vividos con la confianza de encontrarles sentido?, ¿se sentirá uno orgulloso de la prosperidad alcanzada a lo largo de su vida?, ¿se añorará cada uno de los momentos perdidos?
Probablemente, la debilidad, el trastorno propio del delirio final, la enfermedad o el dolor jueguen a favor de la conciencia en este caso y limiten en mayor o menor medida la sensación de vacío, de desesperación ante la asunción del tremendo error de concepto en el que se ha desarrollado su existencia.
Los más afortunados recordarán el desprecio en forma de ausencias hacia aquellos que le rodean en su lecho de muerte pagado con un miserable puñado de euros. Los menos, simplemente entenderán la razón del abandono con que éstos le han correspondido en sus últimos años. Sin embargo, lo que no me cabe duda es que ninguno alardeará de su todo terreno o del saldo de la cuenta corriente.
Los más cobardes se arrepentirán de los desprecios realizados a su dios, pidiendo desconsoladamente perdón por toda una vida de premeditada separación (¿será una casualidad que los templos estén llenos de septuagenarios cabizbajos?) Los más consecuentes se aferrarán a su dios o a su valentía por reconocer su desconocimiento y, simplemente, asumirlo con naturalidad.
Las situaciones límite retratan a quien las vive. Nuestro mundo no está preparado para conversar sobre la muerte. No queremos admitirla, nos repugna asumirla, pero el miedo hacia ella desarrolla, de forma tardía y lastimosa, nuestra inquietud por unas creencias que al menos nos sirven para engañarnos a nosotros mismos con una esperanza final.