Los que teníamos cierta cercanía a los detalles de la planificación hidráulica prevista para sustituir la retrógrada y diabólica política de trasvases del anterior gobierno esperábamos con curiosidad el momento en que estallara la mascarada.
Pero lo más interesante, por encima de conocer las razones oficiales, que serán probablemente falseadas de nuevo, como lo fueron las razones de su planteamiento inicial, era la sentencia del juicio sumarísimo del que saldrían los reos a ejecutar como culpables de no llevar a cabo el maravilloso plan desalador. En esta segunda cuestión los políticos lo tienen muy fácil: los ingenieros. Éstos juegan un valioso papel como marionetas a aporrear en caso de que la cosa se ponga fea. Su enorme delito es tratar de llevar a cabo sus delirios de la forma menos dañina. Además, como buenos y leales muñecos de trapo, permanecen callados, aguantando el tipo mientras dure la pública lapidación.
En el caso de que finalmente se produzca un éxito aislado, se mete a la marioneta en el cajón de madera y el político de turno se hace la foto oficial cortando la banda rojigualda delante de un puñado de periodistas.
Todo fácil, higiénico y aseado. Los contribuyentes no solemos conocer de forma precisa la enorme cantidad de dinero dilapidada de los fondos del Estado en estas aventuras autonómico-festivas con aliño ecológico (que vende mucho y es fácil de manipular), por lo que no se producirán consecuencias en las urnas, que es lo que realmente preocupa.