domingo, 23 de agosto de 2009

Un mundo feliz

Los días pasaban y no notaba cambio alguno mientras miraba con atención a su alrededor. Los hombres en la playa paseaban en bañador junto al borde del mar, con gesto serio, dando a entender a los demás con su velocidad de marcha, algo más alta de lo normal, que estaban haciendo ejercicio. En las caras se dibujaban pocas sonrisas, y las miradas eran ausentes, como si el periodo de descanso que estaban disfrutando fuera una rutina más en una vida de por sí monótona. Los cuerpos, una vez descubiertos de su envoltorio habitual, eran la mejor encarnación de su estado: una copiosa cantidad de carne fofa colgando de un esqueleto inclinado hacia delante. Sus conversaciones eran escasas, cortas, directas, las estrictamente necesarias para cumplir con alguna necesidad. No se escuchaban tertulias, charlas amistosas, risas, intercambios de opiniones... En realidad, se trataba de otra de las actividades que se habían ido perdiendo, junto con la actividad física que se reflejaba en sus coloradas carnes. Sólo los viejos por las calles daban los buenos días al cruzarse con un desconocido. Ya no les resultaba necesario conversar, era más cómodo escuchar el pensamiento y las opiniones que le venían dados diariamente frente a los televisores de sus casas, mientras ellos, confortablemente sentados en sus butacas, escuchaban con atención las opiniones de los telepredicadores y asentían con la cabeza, repitiendo interiormente las consignas aprendidas.
La degeneración de sus cuerpos resultaba evidente. Sin embargo, los efectos derivados de la falta de actividad del pensamiento propio, del espíritu crítico, eran más difíciles de descubrir. La atrofia cerebral producida por falta de uso, al igual que ocurría con su musculatura, suponía un deterioro cierto que, con el paso del tiempo, tendría inciertas consecuencias.

martes, 18 de agosto de 2009

Competir

La competitividad está en boca de todos. Es muy importante ser competitivos, es decir, ser capaces de disputar con los demás por conseguir algo a lo que ellos y nosotros aspiramos. En sí mismo, competir no representa ninguna cualidad, más bien lo contrario, ya que dentro de su definición solo existe una componente de lucha, de conflicto para conseguir lo deseado, sin entrar en métodos ni pautas de actitud. Quizá sea la mejor apuesta de los poderosos, fomentar entre los que forman la base productiva de sus empresas que sean capaces de pisar la cabeza de cualquiera por un chusco de pan, siempre que con ello se aumenten los resultados a final de año. Pero esta consigna ha calado hondo. Es fácil de comprobar, basta con advertir la agresividad que nos rodea. Ya no se refiere solo a una conducta empresarial agresiva, el concepto está en la calle, en las universidades, en las instituciones, impregnando todo de un corrosivo halo que nos va consumiendo poco a poco, sin darnos cuenta.
La búsqueda de la excelencia, por el contrario, está denostada. La excelencia es en sí mismo un objetivo esencial. Su único propósito es lograr mejorar como individuo, aumentar sus cualidades, la calidad de su trabajo, su conducta personal, su honestidad, y todo ello sin mirar al de enfrente, sin buscar la ruina del colega o del compañero. En general, las personas que se centran en conseguir la excelencia, suelen eludir la competición. No les atrae en absoluto la disputa, sino el propio hecho de avanzar, de ser mejores y de divertirse lo más posible con ello.
La búsqueda de la excelencia no es coto privado para los grandes pensadores o las mentes preclaras. La mejora de uno como persona no depende del punto en que inicie el proceso. Siempre es posible conseguirlo. La diferfencia entre unos y otros es hasta dónde podrán llegar a lo largo de su búsqueda, de su perfeccionamiento personal.
Pero esta tarea implica esfuerzo, motivación, tesón y la confianza personal en que es lo mejor para uno mismo y para los que le rodean, ya que los premios son intangibles (aunque extraordinarios), muchas veces alejados de la realidad material. Probablemente nunca se conseguirá llegar a dar un pelotazo, ni será fácil entrar dentro del mundo de los triunfadores oficiales, de los que compiten, pero la compensación será inmensa, porque uno se sentirá orgulloso de sí mismo. O al menos eso creo.

martes, 11 de agosto de 2009

Un párrafo es suficiente

“Francamente, no sé si creo en Dios. A veces imagino que en el caso de que Dios exista, no habría de disgustarle esta duda. En realidad, los elementos que él (¿o Él?) mismo nos ha dado (raciocinio, sensibilidad, intuición) no son en absoluto suficientes como para garantizarnos ni su existencia ni su no existencia. Gracias a una corazonada, puedo creer en Dios y acertar, o no creer en Dios y también acertar. ¿Entonces? Acaso Dios tenga un rostro de croupier y yo sólo sea un pobre diablo que juega a rojo cuando sale negro, y viceversa.”
Mario Benedetti.

sábado, 8 de agosto de 2009

Libros muertos

La primera sensación tras entrar en la casa era de orden y limpieza. Lo primero que se debía visitar era el salón. Amplio, bien iluminado por dos grandes ventanales, de planta rectangular y excesivamente recargado de muebles y adornos. Mesas de cristal con multitud de ceniceros, figuritas, porcelanas, minúsculas bandejitas de plata, jarroncitos... todos ellos minuciosamente colocados. La primera cuestión que a uno se le planteaba era si resultaría posible mantener ese orden con el uso cotidiano de una estancia donde se pasa la mayor parte del tiempo cuando uno está en casa. Más tarde me confesaron que ése era el salón de uso en las ocasiones especiales y que normalmente la pareja que habitaba la casa pasaba la mayor parte del día en una pequeña habitación auxiliar donde disponían de un pequeño televisor, una mesa camilla y una raída butaquita de orejas. No era fácil comprender cómo en una vivienda de noventa metros cuadrados se permitían reservar veinte para una posible visita especial o simplemente para enseñar al vecindario: ello suponía reducir el espacio vital en un veinticinco por ciento.
Pero lo que realmente llamaba la atención de ese salón era la librería que formaba el frontal principal de la sala, justo enfrente de los brillantes sillones y sofás de escay reservados para que algún egregio trasero, lo suficientemente digno como para que se le permitiera posarse sobre ellos, hiciera los honores.
La librería la formaban algunas colecciones completas de enciclopedias de historia, arte, literatura, de lomos marrones, la mayor parte de ellas con títulos en letras doradas, perfectamente colocada en sus estantes. Algunos libros de anchos lomos donde se podía leer: El Románico, El Gótico, Los Impresionistas, Historia de la Guerra Civil... Todos ellos lujosamente encuadernados y ordenados con la pulcritud propia de aquél cuyo único objetivo es conseguir el efecto de que el propio libro sea el complemento de la librería de madera de roble que agotó los ahorros del año 1981. Todos los libros tenían el aspecto de no haber sido abiertos jamás, aunque estaban cuidadosamente desenpolvados y entre ellos no se podía encontrar ninguno que no fuera de las colecciones que integraban los estantes. La sensación que uno tenía al repasar las colecciones era que el día que las terminaron de comprar, se quedaron plenamente aliviados por haber rellenado apresuradamente esos huecos de la librería. Era evidente que en esa estantería, el libro era un objeto residual, sin ningún tipo de uso ni aprecio, un objeto inerte utilizado únicamente como coartada a la hora de decorar el salón y, de paso, realzar la imagen de la familia. El caso es que el hueco reservado no quede vacío, cueste lo que cueste. Triste destino para un libro: ser un trasto más en una postal kitsch.

miércoles, 5 de agosto de 2009

93-09

Nunca encontraba el momento de decírselo. No sabía cómo hacerlo. Lo deseaba desde lo más profundo de su ser, pero le resultaba imposible. Muchas veces, en momentos de soledad y sobre todo, en sus frecuentes viajes, cuando les separaba una gran distancia, se le saltaban las lágrimas pensando en ella y en la frustración que supondría para ella vivir el resto de su vida con un hombre incapaz de transmitirle calor, cercanía, en definitiva, su amor. Por las noches, mientras ella dormía, se podía permitir el placer de observarla detenidamente, dejando que sus ojos expresaran todo aquello que no podían cuando la miraba durante el resto del día.
No estaba seguro realmente si el hecho de no mostrar lo que sentía hacia ella durante tanto tiempo había afectado al sentimiento que siempre había demostrado hacia él. Era algo que resultaba verosímil, pero sus sensaciones le decían que nunca dejó de estar enamorada, ni en lo momentos más difíciles, cuando su carácter hosco le hacía prácticamente intratable. Eso le inspiraba confianza: nunca la perdería.
Él achacaba esta falta de contacto a su propio carácter y al hecho de que las relaciones humanas estaban fuertemente influenciadas, para mal, por el sentimiento de seguridad y la costumbre. Según él, ello provoca que con frecuencia se acabase pensando, erróneamente, que, pasara lo que pasara, nada iba a cambiar, todo seguiría igual, como siempre, independientemente de lo que uno hiciera o dejara de hacer. A pesar de todo, sabía que él no iba a cambiar, básicamente porque no sabía ser de otra forma, pero trataría de buscar algún medio para que ella supiera (más bien sintiera, porque ella ya lo sabía) lo mucho que la quería. No sería difícil.