Los días pasaban y no notaba cambio alguno mientras miraba con atención a su alrededor. Los hombres en la playa paseaban en bañador junto al borde del mar, con gesto serio, dando a entender a los demás con su velocidad de marcha, algo más alta de lo normal, que estaban haciendo ejercicio. En las caras se dibujaban pocas sonrisas, y las miradas eran ausentes, como si el periodo de descanso que estaban disfrutando fuera una rutina más en una vida de por sí monótona. Los cuerpos, una vez descubiertos de su envoltorio habitual, eran la mejor encarnación de su estado: una copiosa cantidad de carne fofa colgando de un esqueleto inclinado hacia delante. Sus conversaciones eran escasas, cortas, directas, las estrictamente necesarias para cumplir con alguna necesidad. No se escuchaban tertulias, charlas amistosas, risas, intercambios de opiniones... En realidad, se trataba de otra de las actividades que se habían ido perdiendo, junto con la actividad física que se reflejaba en sus coloradas carnes. Sólo los viejos por las calles daban los buenos días al cruzarse con un desconocido. Ya no les resultaba necesario conversar, era más cómodo escuchar el pensamiento y las opiniones que le venían dados diariamente frente a los televisores de sus casas, mientras ellos, confortablemente sentados en sus butacas, escuchaban con atención las opiniones de los telepredicadores y asentían con la cabeza, repitiendo interiormente las consignas aprendidas.
La degeneración de sus cuerpos resultaba evidente. Sin embargo, los efectos derivados de la falta de actividad del pensamiento propio, del espíritu crítico, eran más difíciles de descubrir. La atrofia cerebral producida por falta de uso, al igual que ocurría con su musculatura, suponía un deterioro cierto que, con el paso del tiempo, tendría inciertas consecuencias.