La primera sensación tras entrar en la casa era de orden y limpieza. Lo primero que se debía visitar era el salón. Amplio, bien iluminado por dos grandes ventanales, de planta rectangular y excesivamente recargado de muebles y adornos. Mesas de cristal con multitud de ceniceros, figuritas, porcelanas, minúsculas bandejitas de plata, jarroncitos... todos ellos minuciosamente colocados. La primera cuestión que a uno se le planteaba era si resultaría posible mantener ese orden con el uso cotidiano de una estancia donde se pasa la mayor parte del tiempo cuando uno está en casa. Más tarde me confesaron que ése era el salón de uso en las ocasiones especiales y que normalmente la pareja que habitaba la casa pasaba la mayor parte del día en una pequeña habitación auxiliar donde disponían de un pequeño televisor, una mesa camilla y una raída butaquita de orejas. No era fácil comprender cómo en una vivienda de noventa metros cuadrados se permitían reservar veinte para una posible visita especial o simplemente para enseñar al vecindario: ello suponía reducir el espacio vital en un veinticinco por ciento.
Pero lo que realmente llamaba la atención de ese salón era la librería que formaba el frontal principal de la sala, justo enfrente de los brillantes sillones y sofás de escay reservados para que algún egregio trasero, lo suficientemente digno como para que se le permitiera posarse sobre ellos, hiciera los honores.
La librería la formaban algunas colecciones completas de enciclopedias de historia, arte, literatura, de lomos marrones, la mayor parte de ellas con títulos en letras doradas, perfectamente colocada en sus estantes. Algunos libros de anchos lomos donde se podía leer: El Románico, El Gótico, Los Impresionistas, Historia de la Guerra Civil... Todos ellos lujosamente encuadernados y ordenados con la pulcritud propia de aquél cuyo único objetivo es conseguir el efecto de que el propio libro sea el complemento de la librería de madera de roble que agotó los ahorros del año 1981. Todos los libros tenían el aspecto de no haber sido abiertos jamás, aunque estaban cuidadosamente desenpolvados y entre ellos no se podía encontrar ninguno que no fuera de las colecciones que integraban los estantes. La sensación que uno tenía al repasar las colecciones era que el día que las terminaron de comprar, se quedaron plenamente aliviados por haber rellenado apresuradamente esos huecos de la librería. Era evidente que en esa estantería, el libro era un objeto residual, sin ningún tipo de uso ni aprecio, un objeto inerte utilizado únicamente como coartada a la hora de decorar el salón y, de paso, realzar la imagen de la familia. El caso es que el hueco reservado no quede vacío, cueste lo que cueste. Triste destino para un libro: ser un trasto más en una postal kitsch.
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