viernes, 26 de junio de 2009

Científico

Este mes me ha dado por las palabras mágicas. Aquellas que provocan una avalancha de optimismo o confianza sobre el sustantivo que califican. Este texto se puede incluir dentro de mi obsesión personal por aquellas palabras que han resultado desvirtuadas por un uso chabacano y tendencioso (léase Palabras corrompidas).
Me provoca cierta curiosidad comprobar cómo cuando alguien quiere legitimar cualquier chisme cuya efectividad ofrece dudas razonables empieza su argumentación con "...estudios científicos han comprobado la efectividad del (chisme)...". En ese momento, el crecepelo, alargador de pene o matacucarachas eléctrico de turno resulta santificado ante la sociedad.
Suponiendo que no se trate de uno de los embustes propios de las técnicas publicitarias (es mucho suponer) estamos acostumbrados a pensar que si un estudio científico ha validado la efectividad de un producto ya no es preciso dudar sobre ella. Sin embargo, basta con estudiar la evolución de los avances científicos de cualquier proceso o fenómeno físico, biológico, etc. para localizar estudios científicos completamente erróneos, bien por las hipótesis o postulados iniciales o simplemente por un incorrecto razonamiento entre los postulados y las conclusiones o leyes generales deducidas. Ello no significa que éstos no resulten útiles, ya que los errores de unos orientan los aciertos de otros y en la equivocación reside una parte importante del aprendizaje personal. Únicamente refleja que los estudios científicos son producto de una actividad humana y, por lo tanto, están sujetos a subjetividades, errores de planteamiento, sistemáticos o de generalización.
En mi opinión, la conclusión que hay que extraer acerca de todo esto se resume en la desmitificación de la ciencia. Nuestro análisis crítico ha de estar siempre alerta ante cualquier razonamiento científico, por muy fiable que parezca. En caso contrario, corremos el peligro de ser tan dogmáticos como aquellos que desprecian la utilidad del método científico.

jueves, 18 de junio de 2009

Cambio

Palabra mágica donde las haya. Cada cuatro años se debe producir "el cambio" y todos a aplaudir porque eso presupone que la a situación va a mejorar. Nos encanta cambiar, reformar, remodelar. Lo que hoy es negro, mañana blanco; la mujer a la que perseguimos desesperadamente para conseguir su amor ya no nos atrae tras unos meses de convivencia; el best seller de este momento ya no vale para el año siguiente; el mejor jugador del mundo de ayer a mediodía, mañana será repudiado... Y lo peor es que se admite tácitamente que la actividad de cambiar per se, resulta saludable.
Pero, ¿qué sucede cuando algo funciona bien?¿cómo se pueden realizar planificaciones globales a largo plazo que racionalicen una actividad con un escenario de cambio cíclico?¿es que todos los que han trabajado a lo largo de la historia en un área del conocimiento o en una actividad profesional son unos ineptos? ¿somos nosotros más listos que ellos sólo por tener la voluntad de cambiar lo que han hecho?
Lo que dice la sensatez es que aquello que funciona no debe ser modificado en lo sustancial. Su conservación, adaptándolo a los nuevos ciclos históricos, se debe entender como un beneficio global porque permitirá optimizar los esfuerzos hacia aquello que realmente no ha llegado a conseguir un resultado exitoso. Pequemos por un momento de humildad y sepamos reconocer que el de enfrente, sea nuestro rival o no, ha podido realizar actividades de mérito durante su etapa de actuación y sepamos seleccionar aquello que debe ser preservado, sea quien sea el que haya participado en su desarrollo. Simplemente basta con dejar a un lado el sectarismo y los prejuicios para poner por delante la honestidad, la razón y el sentido común.
Soy consciente que pedir que se imponga esta filosofía en estos tiempos resulta propio de locos o ingenuos pero el subtítulo del blog está bien elegido...

viernes, 12 de junio de 2009

Estremecedor

La repercusión de un adjetivo puede ser la muestra de la evolución de la personalidad. Este hecho lo he venido meditando desde hace algún tiempo ya que me sorprende profundamente que la conciencia y los valores cambien a lo largo de la vida. Siempre he pensado que las personas no cambian, simplemente aprenden. Durante la juventud, donde la sinceridad y la ingenuidad prevalecen sobre los intereses personales, uno se muestra esencialmente como es, pero a medida que envejece, asimila que no le favorece mostrar lo peor de sí y se autoeduca para mostrar su lado más sociable. En los peores y más cínicos individuos, la alienación provocada por este aprendizaje se une a su intrínseca condición para llegar a formar un panorama desolador.
Sin embargo, he comprobado que mi propia escala de valores ha cambiado bastante con los años. Sigo siendo el mismo buenazo (para mis amigos) o cabronazo (para los que no lo son, es decir la gran mayoría) de siempre pero los sentimientos que me sobrecogen ya no son los mismos. En mi juventud me sobrecogía la violencia, la crueldad, en general todo aquello que conllevara una maldad extrema. Todo aquello me impresionaba y alteraba mi ánimo, provocándome cierta curiosidad por ello.
Con el paso del tiempo, la maldad únicamente me provoca un profundo aburrimiento y un desinterés total, quizá por la costumbre de convivir con ella a diario. Sin embargo, una mirada inocente y sincera de un ser genuinamente bondadoso me provoca una convulsión interna que no soy capaz de controlar. Me resulta imposible dominar mis sentimientos cuando sus ojos me preguntan ¿por qué? ante una situación injusta o cuando me está mostrando su cariño sin decir una palabra. Alguno de estos momentos, que tengo guardados en mi memoria, me resultan deliciosamente demoledores y, al mismo tiempo, me provocan un vértigo insuperable.
En algunos, muy pocos, aspectos la edad corre a favor del individuo y al experimentar este tipo de sensaciones uno aprende que merece la pena vivir, aunque sólo sea para que un niño le mire a uno a los ojos.

martes, 2 de junio de 2009

Campaña

Asistimos de nuevo al bochorno electoral. Los candidatos se empeñan en provocar vergüenza ajena con sus actitudes y la parafernalia que rodea a las campañas. Mientras el país se debate en una grave crisis económica se despilfarra dinero de los contribuyentes en fastuosos mítines, banderitas de plástico y multitud de carteles con la clásica media sonrisa de rigor, tan falsa como sus argumentos. Alguien se ocupará de llevar al bebé en el mitin para que el líder le bese en la mejilla entre los flashes de los fotógrafos y las cámaras de televisión. Todo bajo control, los jóvenes en estado de éxtasis cuasi metafísico, aparecen en segundo plano, arremolinados alrededor del ara electoral, mientras el líder gesticula, insulta, eleva el tono y ridiculiza al contrario. La muchedumbre a modo de jauría animal aúlla interumpiendo a su líder, para que éste se sienta repaldado a la hora de continuar con su perorata...
Me niego a aceptar que éstos sean los que han de representarnos. Me parece increíble que personas, que aparentan cierta altura intelectual, puedan verse en la pantalla de televisión protagonizando este tipo de actuaciones y no se ruboricen. En fin, es lo que hay. Quizá sea cuestión de tiempo. Al fin y al cabo la democracia es aún joven y quizá nos falte tradición para conseguir que en las campañas se guarde la compostura y que el sentido común, unidos al estilo y la educación, sean las armas de nuestros políticos de turno. Entre tanto deberemos hacernos fuertes y soportar instantes de vergüenza ajena mientras nos abalanzamos sobre el mando a distancia para cambiar rápidamente de canal.