Este mes me ha dado por las palabras mágicas. Aquellas que provocan una avalancha de optimismo o confianza sobre el sustantivo que califican. Este texto se puede incluir dentro de mi obsesión personal por aquellas palabras que han resultado desvirtuadas por un uso chabacano y tendencioso (léase Palabras corrompidas).
Me provoca cierta curiosidad comprobar cómo cuando alguien quiere legitimar cualquier chisme cuya efectividad ofrece dudas razonables empieza su argumentación con "...estudios científicos han comprobado la efectividad del (chisme)...". En ese momento, el crecepelo, alargador de pene o matacucarachas eléctrico de turno resulta santificado ante la sociedad.
Suponiendo que no se trate de uno de los embustes propios de las técnicas publicitarias (es mucho suponer) estamos acostumbrados a pensar que si un estudio científico ha validado la efectividad de un producto ya no es preciso dudar sobre ella. Sin embargo, basta con estudiar la evolución de los avances científicos de cualquier proceso o fenómeno físico, biológico, etc. para localizar estudios científicos completamente erróneos, bien por las hipótesis o postulados iniciales o simplemente por un incorrecto razonamiento entre los postulados y las conclusiones o leyes generales deducidas. Ello no significa que éstos no resulten útiles, ya que los errores de unos orientan los aciertos de otros y en la equivocación reside una parte importante del aprendizaje personal. Únicamente refleja que los estudios científicos son producto de una actividad humana y, por lo tanto, están sujetos a subjetividades, errores de planteamiento, sistemáticos o de generalización.
En mi opinión, la conclusión que hay que extraer acerca de todo esto se resume en la desmitificación de la ciencia. Nuestro análisis crítico ha de estar siempre alerta ante cualquier razonamiento científico, por muy fiable que parezca. En caso contrario, corremos el peligro de ser tan dogmáticos como aquellos que desprecian la utilidad del método científico.