jueves, 30 de abril de 2009

Influenza

Un hombre con mascarilla habla sobre el peligro de la pandemia. Los que le rodean, también armados de las ridículas protecciones, miran atentamente la entrevista del periodista de la televisión. Todos, incluido el periodista, han tomado las debidas protecciones profilácticas para que la infección no les afecte. Todos, incluido el periodista, tienen miedo a la enfermedad, o siendo más precisos, tienen miedo a morir. La mayor parte de ellos profesa una religión que reconoce la resurreción de los muertos y que promete una vida eterna y feliz. Todos ellos saben con certeza que morirán. Todos ellos, salvo los suicidas o los enfermos terminales, saben que no podrán predecir la fecha de su muerte, pero este hecho no les produce el mínimo temor. Morir infectados por un virus, aparentemente sí. Muchos de ellos conocen que la probabilidad de morir de un accidente de tráfico supera con amplitud la probabilidad de morir por ese virus, pero al subir a su coche se quitan la careta y respiran aliviados. Las autoridades sanitarias emprenden campañas para adoptar medidas y tranquilizar a la sociedad. La alarma social no es porque haya surgido una epidemia sino porque, esta vez, la epidemia puede afectar al higiénico y aseado primer mundo aparentemente aislado de todo tipo de peligro. Las epidemias de malaria y tuberculosis en el tercer mundo provocan un tímido gesto de contrariedad y, como mucho, un par de euros en el sobre del Domund. Pero al menos nos queda el respiro de los ingresos extra que seguramente alcanzarán las empresas que comercializan las mascarillas y el tamiflu, que obtendrán pingües beneficios a costa de la estampida social. Nos comportamos como ganado y este hecho se acentúa en los momentos difíciles. La altanería y el gesto orgulloso de los ciudadanos acomodados sobre las butacas de cuero de sus potentes automóviles alemanes se tornan en ojos de cordero degollado cuando un pequeño ser vivo sufre una mutación. Los problemas principales de su existencia dejan de ser las posibilidades de éxito de Fernando Alonso o el campeonato de Liga. Ahora se trata de ser los agraciados en la lotería del virus. Que no nos toque, piensan todos. El virus no es clasista, admite a todos como recipiente y eso, a pesar de todo, es de agradecer. Al menos el microorganismo va a poner a todos a un mismo nivel. Ésto no lo ha podido conseguir ningún ser humano a lo largo de la Historia.

sábado, 11 de abril de 2009

Tertulianos

A medida que pasan los años me he ido convenciendo de la dificultad inherente a la labor de crear o construir cualquier tipo de cosa. Hasta la tarea creativa más sencilla requiere de habilidad, imaginación y una importante dedicación para que su objetivo sea cumplido exitosamente. Muchas veces, la propia necesidad de improvisar una solución sobre la marcha, sin haber tenido una experiencia previa al respecto, nos lleva a interiorizar esa dificultad de la que hablo. Cuando alguien se dedica a crear, también aprende lo sencillo, humano y sano que resulta equivocarse. Este hecho es el medio a través del cual los creadores depuran su técnica para alcanzar la excelencia. Por lo tanto, todos deberíamos reivindicar el derecho a equivocarnos, porque realmente lo necesitamos.
Pero hoy en día la equivocación no está de moda. El que se equivoca debe ser lapidado por ello y el miedo al castigo hace que trate de esconderse cualquier atisbo de error para que no sea detectado por los demás. Resulta paradójico que en el mundo donde la chapuza está generalizada nadie esté dispuesto a reconocer un error en una labor creativa. A veces nos creemos más cerca de lo divino que de lo humano.
En paralelo a este tipo de labores, que se basan en la máxima virtud del ser humano, es decir, en su ansia por aprender, realizar algo donde no hay nada para el provecho individual o social, existen otras, actualmente de gran prestigio profesional, cuyo origen está en el lado negativo y destructor de las personas. Sin embargo, como todos sabemos, destruir es muy sencillo y cualquier mediocre inexperto puede llegar a ser un magnífico demoledor de bienes, ideas y obras. La punta de este gran iceberg, que es capaz de hundir hasta los más imponentes navíos, está formada por los periodistas de opinión o más comúnmente llamados tertulianos.
Deberíamos analizar la razón de su éxito desde un punto de vista global. En líneas generales estamos tratando de una recua, con perdón para las bestias de carga que tanto bien han hecho a la sociedad a lo largo de la historia, de personajes de alto copete, generalmente muy valorados por la sociedad, asiduos de los palcos de alto nivel de los clubes de fútbol, y cuya labor fundamental es analizar lo torpes que son el resto de sus congéneres que en el día a día están tratando de tomar iniciativas para avanzar, con mayor o menor grado de acierto. 
En general nunca han creado nada y cuando les ha tocado intentarlo, se han caido con todo el equipo. Por su gran prestigio y su capacidad de influir en las masas son temidos por todos sus semejantes porque el linchamiento es una una de sus armas estratégicas. Cuando ellos han juzgado y sentenciado, el reo está perdido: su nombre y el de su familia serán pisoteados en la plaza pública sin el más mínimo pudor. Lo mismo da que, pasados los años, las sentencias judiciales les quiten la razón y demuestren que fallan más que una escopeta de feria, ya que lo importante es dejar cadáveres por el camino para que la ciudadanía, como ellos mismos dicen, tenga olor a carne fresca a diario, al más puro estilo del circo romano. Desde sus poltronas y la impunidad que les da estar del otro lado de la alcachofa se despachan a gusto con aquellos que les parece. 
Mi preguntas son ¿y a ellos, quién les controla? ¿dónde está la horma de su zapato? ¿qué manera existe para que de una forma rigurosa se puedan rebatir todas sus mentiras? y, en ese caso, ¿qué responsabilidad se les habría de exigir cuando esas mentiras quedaran demostradas? ¿Cómo se podrían resarcir los injustamente apaleados y linchados de todo el mal que se les ha provocado?