lunes, 2 de agosto de 2010

Un melón de copiloto

A ojos de los demás, nunca supo ser cariñoso. Su recio talante tiraba para atrás hasta al más osado. Detestaba el halago fácil, la verborrea, la vana predicación. No podía soportar los sermones y menos aún los discursos pedantes de los sabihondos aduladores que se le acercaban con ánimo de acariciarle el lomo. Ahí, su reacción era rápida, feroz e irreverente. No dejaba lugar a la duda. Salían escopetados y no regresaban más por sus alrededores.
Le vi ahuyentar a las chismosas visitas con mano dura e implacable. Nadie, mientras él existiera, podría interrumpir jamás la paz y las costumbres de su hogar. Su actitud, profundamente agresiva en casos como éste, contrastaba con su obsesión por la educación y el señorío. En su casa, las groserías podían ser castigadas tan duramente como la peor de las canalladas.
Las palabras que mejor lo definían eran la rectitud y la justicia. Siempre pensé que hubiera sido un magnífico juez. Distinguía perfectamente entre el error y la fechoría premeditada. Jamás castigó a nadie que hubiera reconocido su error. Por el contrario, ante una falta malintencionada era fiero y mordaz.
Algunos de los que le rodearon, los menos, entendieron pronto su forma de entregar el cariño y se conmovieron porque comprobaron que era de verdad. Yo diría crudamente verdadera, sin aliños ni aderezos, de una forma salvaje. Ellos se sintieron afortunados porque disfrutaron de un ser peculiar, raro y sobresaliente.

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