lunes, 26 de julio de 2010

A-Z

Nada le importaba demasiado. Le costaba enfadarse, alegrarse, perder los estribos. Su ilusión permanecía intacta, pero de forma velada, sin dejar entrever el entusiasmo que le suscitaba su orbe. A su juicio, las cosas importaban poco gracias a su valor real, no porque quisiera despreciarlas deliberadamente. Eso le tranquilizaba: pocas cosas iban a ensombrecer las luces encendidas que formaban su pequeño universo. Éste lo formaban el grupo de todas aquellas personas, ideas, realidades que le conmovían. Nada de todo aquello que le resultaba accesorio y que, por otra parte, era la mayor parte del mundo exterior, casi todo lo que le rodeaba, le podía distraer. Por el contrario, subordinar su existencia a ese pequeño cosmos hacía que su vida pendiera de un hilo demasiado fino. Cualquier violento cambio en aquél, podría desembocar en un colapso absoluto, su devastación. - Eso es la vida, ni más ni menos, pensaba mientras sentía el vértigo del peligro cierto.
En cierto modo, no experimentar ese vértigo era peor que morir, porque significaba no asignar valor a perder su pequeño tesoro o, lo que es peor aún, no tenerlo.
El anonimato era su fiel aliado. El compañero de trayecto ideal para aquel cuyo único objetivo era desdeñar la periferia, lo insustancial. Él odiaba el adorno de forma compulsiva, lo consideraba el culpable de distraer la atención hacia lo frívolo y estúpido. Tanto era así, que soñaba en ocasiones con un mar de ceniceros de cristal, figuritas de porcelana, jarroncitos de cerámica y demás inmundicias siendo arrojado a una gran trituradora como paso previo a su definitiva incineración.
El equilibrio, la armonía, la estructura de su mundo se cimentaba en grandes pilares. Desnudos, robustos en apariencia, si bien muy frágiles en la realidad, ya que pertencían al mundo de los vivos. Sobre ellos descansaba él, con un sueño placentero, hipnotizado por todo aquello que le mantenía a flote.

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