miércoles, 28 de octubre de 2009

Liberación

El frío gélido de diciembre, reflejado en la escarcha que cubría los terrones del campo levantado por el arado, no era obstáculo alguno para partir a primera hora de la mañana hacia el monte. El brillo del sol al amanecer iluminaba el helado horizonte con un destello que deslumbraba la vista al fijar la mirada en la distancia. La brusca sensación inicial de frío, intensa al salir del cálido salón del viejo caserón, se iba reduciendo paulatinamente conforme caminaba. A los pocos metros de trayecto sobraba el abrigo y, como ésto era ya conocido por propia experiencia, salió de casa con una exigua camisa de pana. Trataba de evitar a toda costa cualquier posibilidad de resudar ya que, de producirse, el frío sería entonces demasiado molesto, casi insoportable.
Su forma de caminar era bien conocida entre los vecinos de la villa. Su amplia zancada, unido a la frecuencia del paso, le daban la posibilidad de recorrer grandes distancias a pie en poco tiempo y ello le resultaba de máxima utilidad a la hora de granjearse la merecida fama de magnífico cazador que tenía entre los que le conocían.
En poco tiempo dejó atrás el caserón y desde su posición apenas se podía distinguir ya la vieja torre de iglesia y sus sillares desgastados por los años y el abandono. Conforme se alejaba de la aldea aumentaba su sensación de libertad y ello se reflejaba en su rostro. El semblante contrariado, displicente, con el que había abierto el portón para salir del caserón contrastaba con el gesto de confianza y aplomo de aquél que se sabe parte de un entorno con reglas francas, inamovibles y perfectamente conocidas. Su mirada, fija en el horizonte, señalaba de manera inequívoca hacia la meta, su destino final.
La helada matinal, modulada por el aparición del sol, había dado paso a un agradable frescor que le permitía mantener el ritmo de avance sin desfallecimiento alguno. El terreno comenzaba a inclinarse hacia arriba en las faldas del montecillo aunque, paradójicamente, era en este medio donde se sentía más a gusto al caminar: la pendiente era todavía suave y la dureza del piedemonte se agradecía tras haber recorrido varios kilómetros por el barbecho, donde los pies se hunden una cuarta a cada paso y es necesario ir equilibrando el cuerpo casi constantemente sobre los terrones levantados.
Durante la subida hacia lo alto del cerro no perdía el tiempo en pensar, únicamente disfrutaba con el esfuerzo y con la maravillosa mezcla de sensaciones, fundamentalmente los olores y el colorido, que le regalaba una vez más ese paisaje, tantas veces atravesado junto a su fiel pareja de drahthaar en busca de los bandos de perdices. Definitivamente, todo lo que tenía que pensar ya lo había meditado y su decisión estaba tomada desde hacía tiempo. Su marcado pragmatismo, demostrado con obstinación a lo largo de su vida, le llevaba a no titubear tras elegir la, según él, mejor de las soluciones.
El collado estaba cerca y justo detrás, oculto tras un saliente, se encontraba el gran risco de caliza horadada por el agua desde donde se divisaba todo el valle y donde finalizaría su trayecto. La cercanía del farallón le tranquilizó aún más si cabe.
Cuando llegó a su cresta, tras trepar unos doscientos metros por estrechos pasos y grietas entre la roca, respiró hondo durante unos instantes y se encendió el cigarro que llevaba guardado en el bolsillo de la camisa. Tras la última calada, más larga de lo habitual en un fumador ocasional como él, sacó el retrato de Beatriz de la cartera que guardaba en el pantalón y lo miró dulcemente durante unos minutos. Ya había cumplido con su deber. Era su momento. Un disparo arrancó el graznido desesperado de un grupo de cuervos, que se lanzaron a volar hacia el fondo del valle, planeando sobre la inmensidad de sus baldíos terrenos.

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