lunes, 5 de octubre de 2009

Modas

No consigo entender a ciencia cierta el sentido de las modas. De repente, como quien no quiere la cosa, aparece un aluvión de gafas de gota, sandalias romanas y los pantalones colgando por debajo del trasero, mostrando unos calzoncillos de Kalvin Klein. Lo de menos es la ropa en sí, que puede ser más o menos estética o ridícula. Lo sorprendente es que detrás de esta costumbre se esconde la excusa de ser diferente, de destacar ante los demás, cuando en realidad lo que se está consiguiendo es el efecto contrario.
Mi opinión es que es este uno más de los síntomas de la pérdida de los valores individuales, del servilismo hacia los estereotipos que nos marcan no sé exactamente desde dónde. Si es necesario fabricar cientos de miles de gafas de gota y sandalias romanas para estar a la moda, alguien deberá ponerse manos a la obra para, en primer término, imponer la tendencia en el mercado, y posteriormente, fabricar la mercancía para saciar las ansias del consumo previamente inoculado en la sociedad. Lo cierto es que desconozco los mecanismos que mantienen este sistema, ya que lo que se publica generalmente en la prensa sobre las modas suele ser precisamente lo que queda fuera del alcance de las clases medias, es decir aquello que está al alcance de muy pocos y que, por lo tanto, sí sirve para marcar distancias entre los más acomodados y el resto.
En occidente siempre nos ha repugnado la esclavitud escondida bajo la uniformidad. Ha sido un síntoma claro de la falta de libertad, de la búsqueda de la impersonalidad propugnada por los sistemas dictatoriales como el comunismo maoista o los diferentes regímenes de ultraderecha. Sin embargo, al final, esta uniformidad llega por sí misma, si bien no impuesta por el Estado sino por el mercado y sus poderosas herramientas publicitarias. Es lo que algunos llaman la globalización: la pérdida de la tradición a manos de la maquinaria pesada de las grandes compañías. Otro tipo de esclavitud, más moderna y más dulce porque la aceptamos de buen grado al pensar que somos nosotros los que decidimos, cuando en realidad lo están haciendo un reducido número de personas desde la altura de la última planta del rascacielos de una gran ciudad.

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