lunes, 28 de septiembre de 2009

Un tropezón

Un día cualquiera de verano en una calle de Madrid. El clima agradable, propio de los últimos días del estío, llena de clientes las terrazas de la avenida, cercanas a la estación de ferrocarril. Los comensales, enfrascados en sus conversaciones sobre la vuelta a la rutina, degustan unas buenas tapas bajo la protección de los quitasoles. En una de las mesas, entre la última que permanece aún vacía y la mesa en la que que almuerzan una puta dominicana y su chulo, un grupo de amigos charlan sobre la justicia, la objetividad y la excelencia. El diálogo entre ellos, plagado de fina ironía y giros inteligentes, demuestra que se trata de personas de alta formación, intelectualmente sobrados.
Las indirectas y alusiones entre los miembros del grupo se mezclan con comentarios sobre Arte e Historia de España, todo ellos en un clima distendido, con la excepción de aquellos momentos en que los mendigos que descansan a la sombra de los plátanos de la acera de enfrente, se levantan y cruzan la calle para pedir un cigarro o una limosna. En esos momentos la conversación se interrumpe y las miradas perdidas muestran de forma sutil la vergüenza ajena que sienten al presenciar a un hombre derrotado, que ha perdido su autoestima y el amor propio, ahogado en la botella de ginebra que guarda bajo uno de los bancos de la avenida.
Tras la interrupción, la charla se reactiva sola, sigue como si nada hubiera pasado, a nadie le interesa orientar el coloquio hacia el molesto suceso. De modo consensuado se pasa página y se pasa a los postres entre risas y parabienes.
Tras el café, se despiden entre ellos hasta el próximo día. Dos de ellos, los menos habladores del grupo, cruzan la calle para pedir un taxi que les lleve al trabajo. En ese mismo momento, uno de los fantasmagóricos indigentes, con apariencia de anciano, que se dispone a cruzar tras ellos, comienza a tambalearse. Lleva una bolsa en su mano y se esfuerza por adelantar una de las piernas para intentar dar un paso más, pero ésta no responde a su estímulo. El balanceo se mantiene unos segundos y, al no resistir más, se desploma como un fardo boca abajo. El golpe es brutal, tanto que los dos hombres no pueden disimular que no lo hayan visto. Ellos son las personas que se encuentran más cerca del despojo humano que se mueve torpemente sobre la acera, entre débiles quejidos. Los dos hombres miran estupefactos la escena y permanecen inmóviles, avergonzados de la situación y de sí mismos mientras el resto de mendigos se acerca desde la lejanía para ayudar a su viejo compañero de fatigas. La situación ha cambiado en un instante, los pordioseros son ahora los que miran hacia otro lado para no presenciar la penosa imagen de dos hombres, avergonzados por su cobardía y su falta de dignidad.

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