viernes, 1 de enero de 2016

Luces y sombras

La luz estaba ahí, al otro lado de las sombras, sus silenciosas compañeras. El brillo le resultaba cegador, brutalmente agresivo para sus ojos de pupilas dilatadas por el largo tiempo vivido en la clandestinidad. Sus manos, de piel dura y cuarteada por la intemperie, como las de un luchador, un solitario superviviente, en lo que se había convertido en los últimos años, se habían transformado en sus herramientas, sus armas y, a su vez, en un humilde motivo de orgullo. Antes de la huida, recordó, eran blancas y suaves: 'manos de seminarista', se decía con displicencia mientras las miraba avergonzado. El trabajo diario, su ascética subsistencia, habían cementado tanto las palmas de sus manos como su voluntad de resistir ante la inmisericorde adversidad de una existencia solitaria. Mientras desollaba los pequeños animales que en ocasiones lo alimentaban y que en otras lo hacían enfermar, recordaba lo que al otro lado, en el luminoso mundo civilizado se conocía como libertad. El recuerdo no afectaba a su semblante, no le provocaba ninguna sensación de vacilación ni tampoco de aquiescencia sobre su decisión de huir. Ni sentía rencor ni se permitía juzgar a los otros. En cierto modo entendía su elección por mantenerse en el mundo de la luz, de los focos, de la compañía, de la comodidad. A pesar de todo, su humanidad le hacía experimentar una cierta sensación de compasión, de piedad hacia ellos. Para él no eran sino inocentes polillas atraídas por el resplandor de las ventanas en las noches de verano. Agitando con fuerza sus frágiles alas, empujando con su cabeza y abdomen el frío cristal que nunca podrían traspasar, llegarían a la extenuación y a una muerte segura, dejando su insignificante cuerpo tendido sobre el mármol del alféizar...

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