sábado, 2 de mayo de 2009

Infalibilidad

Un hombre se coloca una sotana blanca e instantáneamente se transforma de un ser humano, un animal racional caracterizado por acertar y errar, a un semidios que, según el diccionario "no puede errar". Ese hombre se despierta todos los días sabiendo que no puede errar y se debe convencer a sí mismo para poder creerse semejante falacia. Mientras toma café con tostadas, medita sobre encíclicas y teología y en cada una de las cuestiones que analiza tiene dudas razonables. Su inteligencia y altura intelectual choca con la razón únicamente para mantener absurdos dogmas de la tradición eclesial. Pero eso no es lo más importante. En realidad, tanto él como los fieles que le siguen tienen todo el derecho del mundo de creerse lo que ellos deseen. El problema viene por otro motivo, relacionado con la libertad del resto para opinar, cuestión que a veces a este colectivo le resulta difícil de asumir, y su dependencia financiera del Estado. Este último aspecto implica que, en cierta medida, los contribuyentes estamos financiando campañas publicitarias a favor de consignas que no compartimos y, en esta ocasión, no tenemos la posibilidad de usar nuestro voto para remediarlo. Esto resulta difícil de admitir, y es la principal razón que legitima el derecho de los que no compartimos la doctrina de la iglesia para elevar la voz en contra. Ello no es óbice para reconocer el trabajo abnegado de muchas parroquias a favor de los más desfavorecidos, y el mérito de un gran número de militantes que forman las bases de la iglesia. Esta labor es la que merece esa financiación pero, por desgracia, no existen los mecanismos para conocer el reparto interno de los fondos que el Estado le reserva cada año.

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